Que celosos somos con todo lo que es nuestro: con nuestra casa, nuestro coche, nuestro ordenador, nuestra pareja, nuestra intimidad... Todo lo que es nuestro es sagrado y solo algunas personas y bajo circunstancias muy concretas se puede acceder a esas propiedades privadas.
Sentimos que las cosas a las que podemos llamar nuestras nos protegen y nos hacen sentir seguros. Y que pasa cuando creemos que alguien está pasando la barrera de nuestra intimidad? que saltamos como leones sobre esa persona y defendemos el territorio. O no. O simplemente nos sentimos desprotegidos frente a la inmensidad del mundo. O desprotegidos frente a lo que esa persona desconocida pueda hacer en lo más débil de nuestro ser. Sentimos como que nos quitan nuestro abrigo o nuestra coraza.
Cuando estamos acostumbrados a ser los dueños de nuestra vida, cuando no dependemos de nadie y alguien quiere entrar en nuestra vida sentimos curiosidad y a la vez un poco de recelo. Esto es porque no conocemos a esa persona. Ni sus intenciones, que lo mismo son buenas que no lo son. Cuando hacemos un nuevo amigo todo es paulatino: desde la confianza hasta las ganas de compartir. Pero hasta que se llega al punto de conocer nos sentimos algo bulnerables y desconfiamos de cualquier gesto que parezca extraño.
Pero hay que confiar. Confiar en la gente y en nosotros mismos. Con la posibilidad siempre existente de equivocarnos pero con mil opciones a no hacerlo. Me gusta pensar que la confianza en las personas es posible. Que todo el mundo tiene algo nuevo y bueno que aportar y que casi todas las veces solo nos acercamos a conocer la parte más superficial y vanal de los que nos rodean. Es difícil entrar en el corazón ajeno. Es difícil tanto para la persona que entra como para la que deja entrar. Y una vez que se está dentro... es una pena salir. Es una pena que tantas cosas compartidas en honor a la confianza y a la amistad se pierdan de un plumazo y por los motivos más diversos. También es irremediable que, una vez que se ha salido de la intimidad de alguien no se pueda volver a entrar. Y si existe la posibilidad de entrar de nuevo es que no se había salido del todo. O que el corazón es tan grande que caben infinidad de almas.
Hoy vuelvo a tener esa sensación de intrusión en mi intimidad. En mi territorio. En mi vida. Pero la curiosidad puede con ese recelo. Y mi corazón se vuelve a entreabrir, poco a poco, para dejar entrar y salir los que lo necesiten.
Las relaciones sociales... todo un mundo.
2 comentarios:
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Realmente pocas cosas son enteramente nuestras. Somos nosotros mismos los que cedemos gran parte de nuestra intimidad: compartimos sueños, inquietudes, confidencias, etc. Yo misma me llego a impacientar si no comparto mi cosas con nadie. Supongo que en este asunto no vale ni el exceso ni el defecto.
Desde luego, el tema no consiste ni en cerrar la puerta bajo siete candados ni abrirla de par en par. Solución: dejarla entrabierta, pero lo justo para no tener esa sensación de invasión. Fácil de poner y difícil de aplicar.
Un beso, un abrazo y mil gracias pot todo!
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